Antonio Montiel: el mérito de una ciudad en las manos de sus artistas
El
magnífico retratista antequerano, Antonio Montiel, vuelve a la ciudad de Málaga
en los meses de verano, a encontrarse con una ciudad que lo abraza en sus
eventos más significativos
Es verdad,
y todo el que ha pasado por estas orillas lo sabe: el verano en Málaga es
notablemente adictivo.
El sol se
desmaya en una mar que no cesa de acariciar costas impregnadas por una constante diversidad
idiomática que fluye como las corrientes frías bajo las olas; las calles del
centro se complacen en recibimientos, como estupendas anfitrionas de una fiesta
que se extiende a lo largo de los meses estivales y los caballos de los
carruajes, que esperan a sus pasajeros frente a la monumental catedral, sacuden
sus bríos bajo el calor de una ciudad que no reclama siestas, ni disciplinas, y
que sólo se deja llevar por la pasión de una algarabía plagada de verano y pieles
bronceadas.
Es Málaga,
y verdaderamente para los que no nos
hemos criado bajo sus tradiciones nos resulta indispensable y atractiva y, para
aquellos que han crecido bajo su aura de extrema vorágine, al ritmo de sus
noches de tapas y de sus tardes de eventos y glamour, es un placebo necesario
que relaja una año laboral lleno de compromisos e insomnios.
De esta
manera, quienes vivimos todo el año bajo su conjuro nos desinhibimos ante el
arribo de sus tórridas horas de verano y quienes echan de menos sus calles y
las costumbres que los cobijaron durante toda una vida, la buscan, en la
constancia de una necesidad que habla de recuerdos y familia.
Las
maravillosas pinturas de Antonio Montiel me habían subyugado, desde hacía
tiempo ya, a través de la impertinencia
de las páginas de las redes sociales, por eso, cuando lo vi sobre el escenario
aquella mañana, en el último día de rodaje de la película del director de cine
Fran Kapilla, “Las hijas de Danao”, se lo comenté a mi marido y quedé absorta y
encantada ante la suerte de esa coincidencia. Hoy me encuentro agradecida de
que retome las calles malagueñas, dejando Madrid, su ciudad de acogida y
trabajo, para disfrutar de unas
vacaciones deseadas en su hogar de Málaga, al amparo de los amigos y de las
costumbres de una ciudad que no lo olvida.
El artista;
el amigo
El pintor nos
recibió una tarde, a mi hijo Agustín y a mí, en su precioso piso del centro de
Málaga. Hacía tiempo que no coincidíamos, desde aquella tarde en la Parroquia
Santa María de la Amargura en la que presentó un cuadro de una belleza
magistral, con la imagen de la Virgen de Zamarrilla, que generó un sinfín
lógico de admiraciones y fotos; una imagen que se convertiría el cartel de la
salida procesional de la Hermandad de Zamarrilla en la Semana Santa malagueña
de este año 2013.
En segundos
nos encontramos arropados, colmados de elogios y bienvenidas, entre
conversaciones basadas en episodios vividos de significativa importancia en la
sucesión de su trabajo artístico y de
amistades compartidas, abrazados por las pinturas que vestían las paredes del
amplio salón y nos relataban, a través de sus imágenes, iniciaciones y logros,
riesgos y propósitos, admiraciones y sueños cumplidos.
Antonio es un hombre con un talento increíble. Posee una
capacidad artística innata, de ésas que se cuecen muy temprano, cuando las
mañanas se cuentan en sólo una decena de años y se maceran en una perspectiva
de bienvenido talento durante toda una vida de insistencias, atrevimientos y
voluntades.
Nació en la
ciudad andaluza de Antequera pero pasó la mayor parte de su vida bajo el sol de
la ciudad de Málaga, que lo ha galardonado como suyo hace unos diez años,
otorgándole el título de “Malagueño del siglo XXI”.
Es poseedor
de un currículum de increíbles visitas y retratos a monarcas, políticos y
artistas de la cultura española, entre los que destacan, en belleza, los retratos
a los Reyes de España, el retrato a S.M. la Reina Dña. Isabel de Inglaterra,
entregado en persona y con los consiguientes reconocimientos de la soberana en
el Palacio de Buckingham de Londres; a S.R. Dña.
Beatriz de Orleans, a la Duquesa de Alba, a los Príncipes de Arabia Saudí, al
Príncipe Carl Bernadotte de Suecia, a la Baronesa Thyssen Dña. Carmen Cervera, a
Fidel Castro, en Cuba; a Montserrat Cavallé, a Antonio Gades, a Lola Flores, a Rocío
Jurado y las maravillosas pinturas de su eterna musa, la hermosa actriz y
cantante malagueña Pepa Flores, cuya obsesión por su belleza lo llevó, a los
catorce años, a escapar de la casa de sus padres hacia el pueblo donde ella
residía junto al bailarín Antonio Gades para poder conocerla, y a retratarla de
memoria en infinidad de ocasiones a través de un amor ingenuo y del sobresaliente
talento de una adolescencia subyugada por una férrea vocación artística.
Sus
galardones y reconocimientos podrían llenar las páginas de esta revista; ha
pintado innumerables carteles para hermandades religiosas y ferias españolas,
ha sido contratado por numerosas celebridades para pintar sus retratos y entrevistado
y publicado por medios gráficos y televisivos, nacionales e internacionales de
importante relevancia.
Pero, a
pesar de toda esa popularidad a la que muchos ni siquiera se acercan, tengo
frente a mí a un hombre de una sencillez encantadora que relata, mientras se
ufana en proclamar, apasionado pero con una tranquila madurez, los esfuerzos y
los riesgos que ha corrido porque le han valido la estabilidad en la que hoy se
relaja.
En una
conversación deliciosa, amenizada en la amistad y en las coincidencias, he
compartido con un artista sin parangón los devenires de los riesgos que suele
afrontar un soñador en pos de sus ilusiones y de su vocación; hemos traducido
situaciones que nos han sumido en lo mejor de los recuerdos y he comprobado, en
ese cómodo salón de aquel bonito piso del centro de Málaga, que, finalmente, no
resulta demasiado significativa la importancia que nos puedan dar cientos de halagos
alrededor del mundo y que no siempre la ayuda proviene de quien más cerca
tengamos, sino que, la mayoría de las veces, el mejor alimento para nuestro
orgullo proviene de quien menos lo esperamos y, sobretodo, de la confianza que
tengamos en nuestra vocación y de la firmeza con la que defendamos nuestros
ideales.
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