Un corazón a golpes de flamenco (Fotos: Agenica Punto Press y Agustín Varrone)
-Buenos días, Flavia. Salgo de una rueda de prensa en unos minutos…
Con
este mensaje al móvil me despertaba en una de estas tantas mañanas malagueñas, en
las que la ciudad me sorprende con la atención cariñosa de sus artistas. Me
bastaron un par de minutos para desbaratar mis programas de paseos y de compras
familiares para cambiarlos por una entrevista llena de sol, de historias, de
tradiciones, trabajo y flamenco. Ya me conocen…
Aquella
mañana, en el corazón del casco histórico de la ciudad, desde la hermosa
terraza de El Pimpi, un bar malagueño por excelencia, y amparados por las
vistas imponentes de la Alcazaba y el Castillo de Gibralfaro, me reuní con el
jovencísimo y encantador bailaor flamenco Antonio de Verónica.
Málaga
insiste en hacer ostentación de esa virtud que tiene para conquistarme y no
sólo con una geografía que vuelve mis sentidos atentos a cualquier hora del día,
incluso después de tantos años, sino también a través de tantos artistas cuyas
historias de trabajo y superación personal, detrás del tesón y del amor por lo
creen y persiguen, me incitan a seguir edificando mi vocación mediante la
curiosidad que despiertan las cientos de ramas del arte que florecen, cada día,
en estas fértiles tierras de tan generosas costas mediterráneas.
Dejando
que el suelo cante
Para
cada uno de sus casi seiscientos mil habitantes, la ciudad de Málaga depara
unas determinadas esquinas en las que todos desarrollamos nuestras vidas con la
satisfacción del encuentro y la contención de nuestros servicios bien
atendidos.
De
esta manera, la variedad visual llama la atención y los cambios se establecen a
lo largo de los minutos en los que atravesamos sus áreas urbanas, calles y
avenidas.
Llegando
al final del Camino San Rafael, donde los edificios se concentran en coloridas
y abundantes urbanizaciones, encontramos el barrio El Copo, perteneciente al
distrito Cruz del Humilladero de la ciudad, que crece bajo la atenta disciplina
de la concejala jienense Teresa Porras.
Nos
adentramos en el barrio con el oído atento al sonido tan particular del arte
flamenco que nos guiaría hasta la clase que estaría impartiendo Antonio.
Foto: Agustín Varrone |
En
las calles, el invierno; dentro, el calor que produce el esfuerzo de una
vocación desplegándose sobre la tarima de madera, la música incesante del
taconeo, la energía de los brazos elevándose y abrazando el aire, las manos
golpeando el pecho, el sudor, la pasión, la tradición.
Cuando
la vida se gana a través del flamenco
Antonio
tenía siete años de edad cuando comenzó a llevar a los escenarios su baile y
una música que forma parte de una de las tradiciones con más peso y hermosura
de la tierra andaluza: el flamenco.
Foto: Lorenzo Carnero/Agencia Punto Press |
Hoy,
con veintinueve años, es un deleite verlo moverse en el escenario y, como todos
los artistas, disfruta enseñando lo que ha aprendido y transmite lo que siente con
la disciplina adecuada, cargada de responsabilidad y de profesionalidad, para
que el resultado de su esfuerzo sea absolutamente perfecto.
Su
esposa, la también bailaora Saray Cortés, cuida de su pequeño hijo mientras
Antonio imparte sus clases, roles que se invierten cuando es Saray la que tiene
que desplegar su maestría en la consecución de la enseñanza y en la defensa de
una vida dedicada a salir adelante con el esfuerzo de un trabajo persistente y
el empeño por responder a una vocación que respira obligaciones naturales y se
forja arropada por las familias, en el calor más auténtico de las costumbres.
Juntos llevan adelante su propia compañía de
danza flamenca que no descansa, acercando la alegría particular de su estudiada
danza a los eventos culturales de Málaga y atravesando España de norte a sur,
para salir de ella y acercar el flamenco, declarado Patrimonio Cultural
Inmaterial de la Humanidad, a otros
países del mundo en donde esta tradición, afianzada a una etnia muy especial
que lleva la música y la danza como componentes de excepción en la sangre, se
transforma en una compañera inseparable de vida.
Foto: Lorenzo Carnero/Agencia Punto Press |
Nadie nos advierte, ni a mi hijo Agustín, ni a
su novia Adriana, ni a mí, sentados en una esquina del salón; nadie se distrae.
Los ojos de los alumnos siguen fijamente las directrices del bailaor, el suelo
canta bajo los golpes de los tacones y permitimos, inconscientemente, que esa
música estalle en nuestros corazones, con el respeto que nace de una admiración
sincera hacia quienes despliegan sus capacidades con tanta presteza, habilidad
y gracia natural.
“Nosotros
no elegimos el arte: el arte nos elige a nosotros” (Antonio de Verónica)
-Nosotros
no elegimos el arte, Flavia, el arte nos elige a nosotros- aseveraba Antonio,
sentados a la mesa del bar El Pimpi, de Málaga.
Yo
asentí, porque sabía que era verdad: los artistas batallamos toda la vida conduciendo
nuestras capacidades, intentando orientarlas en la edificación de nuestros
propósitos; cada uno con su arte a cuestas, ese arte que nos ha elegido, tal y
como dice Antonio, y que nos convierte y nos dignifica según lo que aceptemos
hacer en la vida, según a qué decidamos responder y aún a costa de las
renunciaciones y de los sacrificios. Un arte que a él lo ha elegido y lo ha convertido
en lo que es: un artista apasionado, un luchador que baila, un duende que se
expresa a través de la música que se desprende de sus pies como raíces sonoras;
un padre enamorado de su hijo pequeño, un esposo compañero y un amigo de
cualidades humanas especiales a quien yo hoy he querido elegir y arropar con
mis letras para entregárselos a ustedes, en un humilde y sentido reconocimiento
personal.
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