La letra escarlata
Soy inconformista. Es verdad. Perdería mucho tiempo
intentando ocultar lo inevitable y aquello que mis amigos más cercanos procuran
eludir, en el trasiego obstinado de la amistad.
En mi defensa declaro que, y cargando con el paradigma de lo
inadaptable, soy muy fiel a quienes quiero, con desmesurada insistencia, y tanto, que
finalmente me arrastrarán consigo, como una letra escarlata en el pecho, en la
aceptación de lo inevitable.
Pero también es verdad que la sociedad no me ayuda a hallar esa
veta sumisa que podría engendrar en mi personalidad la deseada cualidad del
apego incondicional, abierto y generalizado.
Pero supongo que hasta los más mansos cargan con su propia
sombra.
Intento ser indiferente pero lo dificulta la bendita dádiva
de la observación, en breves estocadas, a través de una vocación que macera la
necesidad de introducirme en donde ni siquiera me han invitado.
Claro, ¡de allí a las consecuencias!
Es entonces cuando se limitan las voluntades que me lo
impiden y reincido en el atractivo fisgoneo de lo que me seduce, obviando las
barreras de los escrúpulos y salteándome, en disimulados estertores de
exultación, mi acostumbrada elegancia. Así, ciertas oportunidades se abren
jactanciosas obligándome a ceder ante mis impulsos, como si el destino
trabajase a comisión.
Supongo que seré más sensible que otros, incluso más perceptiva
y ya no sólo por genética, sino a través de una acostumbrada respuesta
vocacional, mi propia letra escarlata, convertida en el impulso de traducir mis
emociones por escrito.
Pero, en ocasiones, cuando el tiempo libre me vuelca a las
interrelaciones barriales y las rutinas gastronómicas me obligan a recorrer los
bulliciosos senderos de los establecimientos alimenticios, surgen situaciones
que me llevan a cuestionar mis diferencias, con mensajes tan claros y evidentes
cuya interpretación, sin lugar a dudas, me iguala en condiciones al resto de
los mortales.
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